Rinoceronte
Los totalitarismos son engañosos. Un totalitarismo no inspira necesariamente el siguiente. Es más, unos totalitarismos ocurren como reacción a los anteriores, en eterno y desdichado bucle.
En mi juventud, aquellos maravillosos días en que disponía de tiempo para enfrascarme en obras de ficción, cayó en mis manos Rinoceronte (1959), la magistral tragicomedia del dramaturgo franco-rumano Eugène Ionesco, considerado por muchos como el padre del teatro del absurdo. La trama de esta obra, a medio camino entre el existencialismo claustrofóbico de Kafka y la pura comedia, es bien sencilla: Bérenguer, un hombre corriente, desaliñado, con cierta tendencia al alcoholismo, asiste con enorme desazón a la sorprendente transformación paulatina de todos los ciudadanos de la pequeña ciudad francesa en la que vive, que pasan en un corto lapso temporal de ser humanos a ser rinocerontes. Poco a poco, Bérenguer, se ve en la obligación de afirmar su condición humana, a efectos de resistir la metamorfosis colectiva, quedando prácticamente como el único humano en la ciudad. La obra, pretende ser una reflexión sobre el conformismo de la masa frente al totalitarismo, sobre la importancia de la dignidad personal para resistir a la irracionalidad colectiva y la alienación, aunque ello condene al resistente a una ominosa soledad.
Sin duda, Rinoceronte se inspiraba en los totalitarismos en auge durante la primera mitad del siglo XX, tratando de bucear en las causas por las que tales planteamientos tuvieron tanto predicamento en las sociedades de la época. Tuvieron que pasar casi 15 años desde que acabase la IIª Guerra Mundial para que Ionesco pudiese escribir sobre ello con cierta distancia emocional, usando un lenguaje deliberadamente burlesco, como cuando narramos algún hecho traumático que el paso del tiempo ha conseguido despojar de parte de su dimensión trágica, pudiendo incluso arrancar sonrisas entre los interlocutores. El tiempo todo lo cura, reza el refrán, aunque, si bien esto es cierto, la cura no implica necesariamente la inmunización. Sea como fuere, en aquellos días de mi juventud, me imbuí de esa higiénica distancia cómica, convencido de que eventos similares jamás ocurrirían, de que no eran más que desvaríos humanos del pasado, sobre los que era pertinente reflexionar, aunque fuese con la distancia que otorga la comedia, para no repetirlos.
Lo cierto es que, durante años, aquella lectura que tan frívolamente disfruté en mis años de esparcimiento, había acabado por permanecer sepultada bajo toneladas de rutina, ocupando un lugar marginal en mi memoria. Sin embargo, desde 2020, el personaje de Bérenguer aparece con recurrencia en mis pensamientos. No hay día que no me acuerde de él. “¡No me rendiré!”, decía el atávico protagonista, clamando por su humanidad, inasequible a la presión que le conminaba a consumar la metamorfosis de sus congéneres. Su grito, que ha dejado de ser cómico para mí, ha recuperado todo el sentido dramático que pretendía transmitir Ionesco, porque son muchos los momentos al día en que me siento como si un dios vengativo me hubiese reservado el angustioso destino de acabar por ser el último humano sobre la faz de la Tierra. Permítame el lector este jactancioso alarde de autoindulgente vanidad.
Se suele atribuir a Mark Twain la célebre frase “la historia no se repite pero a menudo rima”, y si bien no existe certeza de su autoría, la frase resulta totalmente pertinente. Y es que lo malo de los totalitarismos es que presentan una mecánica de implantación engañosa. Un totalitarismo no inspira necesariamente el siguiente. Es más, podría decirse que unos totalitarismos ocurren como reacción a los anteriores, en eterno y desdichado bucle. Así es como, del mismo modo que un espejismo y durante un lapso de tiempo relativamente breve, los principios epistémicos del totalitarismo parecen brotar de la lógica más elemental. Así ocurrió en 2020, en aquellos días del delirio pandémico en que los medios de alienación de masas torturaban nuestra débil psique con el lento pero incesante goteo de la muerte. Sin embargo, no sólo fueron vidas lo que perdimos en aquellos días oscuros. Mientras la muerte crecía en progresión aritmética, la deshumanización lo hacía en proporción geométrica.
Empezamos a ver cómo los rinocerontes brotaban en cada esquina. En un balcón, un rinoceronte bramaba contra una mujer que paseaba con su hijo. “¡Nos vas a matar a todos!”, decía el rinoceronte. “¡Ojalá te pille el coronavirus!”, decía otro rinoceronte, que se sacudía la abulia pandémica, animado por los bramidos de su vecina. En redes sociales, un rinoceronte famoso se jactaba de haberse bajado de su coche a propinarle un puñetazo a un ciclista, por considerar que su actividad deportiva transgredía el decoro pandémico. Dos rinocerontes uniformados reducían a una señora que paseaba por un parque, mientras el resto de rinocerontes aplaudían la proeza desde las ventanas. El sentido común, lo llamaban algunos. Clavado en mi memoria como una astilla, todavía puedo escuchar a aquella niña rinoceronte, abordada por la prensa rinoceronte a la salida del colegio: “es mejor esto que morirse”. Y así, llegó la vacunación rinoceronte, pretendidamente la única salida posible de aquel atolladero. Algunos (más bien pocos, en honor a la verdad), nos negamos a participar en el experimento, el último jalón de la obediencia debida al régimen de los rinocerontes. “¡Que les quiten la custodia de sus hijos!”, decían unos. “¿No sería mejor obligarlos a llevar un distintivo, para aislarlos de nosotros, los rinocerontes de bien?” sugerían otros. Nuestra vetusta condición humana ya no era un hecho a afirmar, sino a confesar, y llegado el caso, a ocultar convenientemente.
Fueron meses de gran angustia, no lo voy a negar, en que el recuerdo de la soledad de Bérenguer y su lucha existencial me inspiraron para poder sobrellevar todo aquello. Me gustaría decirle, querido lector, que los rinocerontes se han extinguido de nuevo, pero lamentablemente no puedo. Los rinocerontes de entonces sobreviven hoy, incapaces de entender su metamorfosis, ocultos tras disfraces diversos. Los hay azules y rojos, verdes y morados, los hay incluso rosas y arcoiris. Sin embargo, me quiero despedir de usted, estimado lector, con cierto optimismo. Ni quiero ni puedo ser uno de esos existencialistas con olor a naftalina carcomido por el rencor. Porque lo cierto es que fruto de aquella resistencia, pude conocer la verdadera condición humana, que emergió ante mí majestuosa y soberbia, encarnada en muchos otros supervivientes de aquella metamorfosis, seres humanos maravillosos a los que no hubiese tenido el privilegio de conocer de otro modo y a los que guardo gratitud eterna. Ellos tampoco claudicaron, y su resistencia es mi inspiración. Sirva este humilde texto como homenaje a todos los Bérenguer del mundo que supieron preservar su humanidad y así inspirar a generaciones venideras que, a buen seguro, falta les hará.
Sobre el autor
Carlos Sánchez es músico, docente y analista político. Cursó su formación musical superior en la disciplina del jazz en Holanda, en los conservatorios de Groningen y Den Haag, completando su formación como productor e ingeniero de audio en la Middlesex University/SAE Institute de Londres. Formado también en el ámbito jurídico, obtuvo el Grado en Derecho en UNED (España). Durante casi una década ha combinado su actividad docente y musical con su faceta de comunicador, escribiendo artículos sobre su pasión, la geopolítica, de manera frecuente en Diario 16, y presentando Grupo de Control, un espacio semanal de entrevistas dedicado al periodismo de investigación.
“En mi juventud, aquellos maravillosos días en que disponía de tiempo para enfrascarme en obras de ficción…”
¡Ah tiempos aquellos en que nos podíamos enfrascar en la ficción!
Ahora, para sobrevivir, debemos enfrascarnos en entender y descifrar la realidad, que más parece ciencia ficción. Pero me da intriga y me gustaría leer Rinoceronte, esa ficción que te ha ayudado a sobrevivir esos oscuros días de la invasión de rinocerontes.
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Sigue habiendo mucho "hipipótamo", y mucho paisano fácilmente convertible en rinoceronte por
la influencia de medios de comunicación adictos al soborno. Es el famoso reclamo :
"las personas que compraron ésto (p.ej. una vacuna covid) también compraron ésto (p.ej. sanciones a Rusia en el trasero de la UE), o ésto (p.ej. un ejército europeo bajo mando ursulino-británico)."