La guerra (¿justa?) de Trump contra Harvard
El ataque de Trump y JD Vance a las universidades de élite no es como nos lo cuentan. No podemos saber cómo acabará, pero es injusto tildarlos de clasistas por contestar un poder oscuro e ilegítimo.
La indignación de los medios oficialistas es total: Trump está atacando a Harvard, y todos sabemos que si ataca a Harvard, o a Yale, o a Princeton nos está atacando —¡claro está!— a todos, especialmente a aquellos que siempre quisimos trabajar y no estudiar, a los que hicimos un curso de corte y confección, una formación profesional, o a los que tenemos un titulito expedido por una universidad de provincias cualquiera. Es como si de repente Trump nos hubiese amenazado a todos los que somos pueblo llano con privarnos de las élites que nos teledirigen desde el FMI o el Banco Mundial, o como si nos quisiese despojar de ese despotismo feudal, cruel pero erótico, de los lobos de Wall Street provenientes de Harvard, Yale o Princeton, que tanto te pueden expropiar la casa con sus tejemanejes como esnifar una raya de coca entre las nalgas de tu “culote moreno” siempre que, como canta Peso Pluma con Karol G, “lo [tengas] grandote por el entreno” y le puedas proporcionar un placer estándar. En definitiva, que Trump, nos aseguran los diarios más ilustres e izquierdistas de nuestro país, es un clasista y un monstruo, y si primero la emprendió contra la inmigración ilegal mexicana ahora está atacando, no a las universidades públicas americanas ni a los campuses en donde predominan estudiantes de baja extracción social —negros, latinos y la llamada “escoria blanca”—, sino a universidades de élite que parecen haberse transformado en universidades-cayuco necesitadas de una ONG que las rescate.
El País, por ejemplo, lamenta que la democracia está siendo amenazada porque “Harvard es un símbolo mundial de educación de élite” y “Los estudiantes extranjeros son una de las principales vías de ingresos propias de las universidades norteamericanas, ya que pagan tasas de decenas de miles de dólares”. Por su parte, el ABC intenta mostrarnos lo importante que es en la vida de cualquier españolito una universidad como Harvard por su impulso al desarrollo científico y a la lucha contra el cáncer, y lamenta que por culpa de Trump estén en peligro las fraternidades de estudiantes de élite y lo clubes secretos en los que se tejían alianzas entre distintas facciones de la oligarquía mundial. Por no encendernos la sangre y abreviar, no vamos a reproducir aquí lo que están diciendo medios presuntamente anti-capitalistas y contrarios al mundo otanero, pero tanto unos como otros ponen el grito en el cielo y se solidarizan ante el destino de los miles de estudiantes internacionales que no podrán entrar en los EEUU e incorporarse a los campus de élite que los esperaban con sus ladrillos rojos y arbolitos centenarios.
Permítanme fachendear un poco y decirles que sé de lo que hablo. También yo fui uno de esos estudiantes internacionales que aterrizó con todo tipo de prestaciones, e incluso lujos, en un campus de élite americano, aunque en mi caso para realizar un doctorado de cinco años gracias a una beca generosísima que me permitió dedicarme a la investigación y conseguir posteriormente, mediante concurso, plaza de profesor universitario en EEUU pese a ser un estudiante de primera generación proveniente de una familia de bajos recursos económicos. No voy a mentirles y a decir que no esté agradecido por las experiencias que tuve, aunque si me atengo a la verdad les diré que la mejor educación que recibí fue en una universidad publica americana en la que antes cursé, también con beca, un duro máster de dos años.
Viniendo de España, lo primero que me sorprendió al llegar a EEUU fue la manera en que las instituciones americanas privilegiaban, por razones estratégicas pero también ideológicas (supremacismo calvinista), a estudiantes extranjeros. Por una parte, estaban todos estos estudiantes de familias ultra-ricas por los que lloran medios como El País y que venían desde todos los lugares del mundo a cursar licenciaturas para disponer de un título con prestigio (según el calvinismo ser ricos implica haber sido privilegiados por Dios). Pero, por otra parte, estábamos todos los estudiantes de doctorado o de posgrado que ejercíamos de instructores o profesores de estos alumnos y que también proveníamos de todos los lugares del mundo, aunque en muchos casos de familias sin estudios y con poca solvencia económica. Llegábamos allí con una mano delante y otra detrás, dispuestos a conseguir vía meritocracia la fortuna que nuestros propios países nos negaban en su lógica endogámico-elitista pese a la supuesta democratización de la educación superior y el gran vendaval socioliberal post-1945.
Yo, que jamás había concebido estudiar en una universidad de élite americana, pronto me di cuenta de que las puertas que se me abrían en la academia yanqui nunca se me habrían abierto en la española. Era como si los EEUU permitiesen cierta justicia histórica, pues mientras en España todas las instituciones —incluso la contra-cultura— estaban dominadas por hijos de grandes familias de los que ya les tengo hablado en otros artículos, allí, en el territorio del tío Sam esos mismos individuos rojigualdos de apellido ilustre eran rechazados mientras que nosotros, los hijos de proletarios, éramos aceptados y victoreados como pequeños Aristóteles. Por ejemplo, dos de mis mejores amigos de la carrera, de idéntico origen social al mío, “triunfaron” también en la academia norteamericana mientras en España tenían un camino harto difícil. Hasta aquí todo bien, al margen de la perversidad que supone que uno tenga que irse de su país a los mundos de Yupi para poder “prosperar”. Pero lo cierto es que al tiempo que para mí era muy obvia la oportunidad que tenía —dejando de lado, insisto, lo que tenía de engaño globalista y de desarraigo normalizado—, lo era también la injusticia que se cometía contra los estudiantes americanos de todas las clases sociales, especialmente de las más bajas. Dicho de otra manera: si yo mismo fuese americano jamás podría haber accedido a las oportunidades de las que gocé siendo español, a no ser qué, como J. D. Vance, me alistase en el ejército durante no pocos años, arriesgando mi vida a cambio de una beca, y tuviese después una suerte notable.
No voy a entrar a discutir cuáles son las intenciones reales de Trump en su hostigamiento a las universidades de élite americanas porque las desconozco (solo les hablaré de las oficiales, que están siendo silenciadas en nuestros medios). Pero tampoco voy a caer en la trampa mediática de acusar gratuitamente al trumpismo y de tener que hacer, por lo tanto, abluciones en la boca y en el cerebro por alabar políticas claramente anti-oligárquicas —veremos si efectivas o no— impulsadas por Trump en su batalla contra la industria farmacéutica, militar y educativa que está destruyendo desde hace décadas la riqueza de la mayoría de los americanos. No soy trumpista ni anti-trumpista, aunque les aseguro que si los medios quisiesen que pensásemos que Trump es el político más clarividente de todo el s. XXI, e incluso el más educado e irónico, lo conseguirían. (Ni una cosa ni la otra: al César lo que es del César cuando sea César, y a Nerón lo que es de Nerón cuando sea Nerón).
Para empezar convendría tener claro que el Gobierno Trump no es uniforme, sino que tiene dos almas irreconciliables: por una parte, el movimiento Make America Great Again, de tintes nacional-populistas y antiglobalistas y, por otra, una corriente supremacista americana que podría confundirse con un nacionalismo imperial americano (¿nacional-calvinismo?), pero que es profundamente globalista. Si lo ponemos de manera un tanto simplificada podríamos decir que comandando el primer grupo tenemos a figuras como J. D. Vance (sin olvidar la sombra siniestra de Peter Thiel) o Kennedy, y dirigiendo el segundo a la selecta élite sionista y a gentes como Elon Musk, quien acaba de anunciar, curiosamente, que abandona el barco. Para entender el acoso y derribo a las universidades de élite debemos tener en cuenta el discurso anti-establishment de los últimos meses y semanas de la primera de estas facciones. En fechas muy recientes, por ejemplo, Trump ha firmado una orden ejecutiva para bajar en un 90% el precio de los medicamentos, intentando poner fin, así, a las prácticas abusivas y anti-patrióticas de las farmacéuticas americanas. Por su parte, la semana pasada J. D. Vance aseguró en su discurso inaugural ante la Academia Naval que “la era del dominio indiscutible de los EEUU se ha terminado” reconociendo, por lo tanto, como señalé en un artículo pasado, que estamos ya en un mundo multipolar y anunciando una contención en las intervenciones militares americanas para ganar en innovación y ponerse a la par de sus adversarios.
Parece claro —por delirante que suene— que Trump no solo ha revolucionado la política occidental, sino que está demoliendo las bases en apariencia más sólidas del neo-liberalismo, tal y como reconoció en un momento de cordura hace poco el matarife hegeliano-covidiano Slavoj Zizek al afirmar, además, que “Trump paró, mejor que gran parte de la izquierda, la crisis del capitalismo liberal” y que “aceptando esto la izquierda debiera inventar algo nuevo o será su final”. (No se me enfaden, por favor, los marxistas: si le llamo “matarife hegeliano” a Zizek es porque cree en la necesidad de llegar a un final de la historia mediante la configuración de un gran estado global que siga el ejemplo de la gestión totalitaria de la pandemia.)
El ataque de Trump a Harvard y universidades similares no es algo nuevo, sino que viene siendo anunciado desde hace años y tiene su precedente más significativo en 2017, cuando impuso una tasa del 1.4% a las universidades más ricas. Según Trump, la epidemia de deuda universitaria que asola los Estados Unidos tiene su origen en el modelo promovido por las universidades de élite americanas, quienes además reciben ingentes cantidades de financiación pública que destinan en parte a captar a estudiantes extranjeros, a los cuales privilegian sobre los americanos. La riqueza de estas universidades, además, es tan grande que funcionan como pequeños estados soberanos en la sombra, ejerciendo un poder de influencia no democrático. La solución que Trump lleva proponiendo desde al menos 2023 para acabar con el poder ilegítimo de las universidades de élite —sus presidentes llegan a cobrar millones de dólares, además de disfrutar de privilegios crediticios— y para poner fin a la deuda universitaria que arruina a más de 42 millones de personas, consiste en imponer una tasa elevada a instituciones como Harvard. Este impuesto, que según J. D. Vance podría llegar a ser del 35%, serviría para crear una universidad online pública, gratuita y de calidad que se llamaría The American Academy y que evitaría el endeudamiento ciudadano.
No voy a entrar, insisto, en la viabilidad o no de este proyecto o en el destino que tendrá la justa carga impositiva que tendrán que afrontar, a priori, las universidades de élite (que mantienen prácticamente intacta su riqueza mediante especulación financiera). Solo quiero poner de manifiesto cuáles son las razones oficiales que hay detrás del ataque a instituciones de dudosa moralidad como Harvard. Pongo el acento, además, en el sintagma “dudosa moralidad” porque por más que nuestros medios estén en pleno proceso de blanqueamiento de la función de las universidades de élite, hay que decir bien alto que estas han hecho más mal que bien. Podríamos escribir numerosas monografías al respecto, pero piensen en las crisis económicas, de consecuencias fatales para las poblaciones más vulnerables del planeta, que han sido cocinadas en estas universidades o en el vergonzoso papel que han tenido durante la crisis del covid-19, hostigando a algunos de sus epidemiólogos más sensatos, que se oponían ciencia en mano a la locura tecnócrato-farmacéutica que atentó contra la salud de todos. (Mejor no hablar del arma de destrucción social masiva denominado ideología woke, que ha sido la creación más reciente y exitosa de estos centros de sádico disciplinamiento social).
El elemento, sin embargo, más preocupante de estas universidades es la naturalización que llevan a cabo en plena “era de la igualdad” del supremacismo y de una jerarquía de inteligencias que coinciden con una jerarquía de cuentas corrientes. El argumento a favor de la presunta excelencia que late detrás de la defensa de la existencia de universidades de élite americanas que capten a los mejores cerebros globales, implica asumir que la educación superior no sirve para crear élites propias que incorporen a todos los estratos sociales. Dicho en otras palabras: las universidades de élite alimentan la fábula de que en un país de 340 millones de habitantes no hay suficientes inteligencias que puedan pensar al máximo nivel, y que es necesario atraer a inteligencias extranjeras con el único fin, en el fondo, de asegurar —sin competencia interna de conciudadanos de clases inferiores— el predominio de las élites oligárquicas propias de las que proviene, por cierto, el mismo Donald Trump (si se dieran ustedes una vueltas por estas universidades se les caería el alma a los pies viendo el nivel real de buena parte del alumnado: cosa distinta —sin ser nada, en general, del otro mundo— son los investigadores que importan de diferentes países, ya licenciados).
Por atractivo que suene este modelo para aquellos que gusten de genéticas superiores, inteligencias supremas medidas con test y demás propagandas eugenésicas poshumanas, lo cierto es que en cualquier población, por reducida que sea, encontrarán ustedes personas muy capaces y hasta genios. Si para algo debiera servir la democratización de la educación superior es para ofrecer a todos oportunidades de desarrollo y para acabar con predominios despóticos de unas clases o estamentos sobre otros y construir así sociedades más justas y soberanas. La defensa que medios como El País hacen a lo Amadeo Lladòs de las universidades de élite americanas es todo un desprecio con respecto a lo que funciona de la universidad española y una preocupante ceguera con respecto a lo que la destruye y debiera ser modificado con urgencia.
Si algo bueno tiene, de hecho, la educación superior en España es que nadie en su sano juicio considera que tenga que cursar estudios en una universidad distinta a la de su provincia, a no ser que quiera tener la experiencia de vivir más lejos de casa o en tal o cual ciudad. Todos asumimos que, con sus diferencias, las universidades españolas proporcionan una educación de calidad (en realidad, todas las universidades se están convirtiendo, en gran parte de sus titulaciones, en un timo, pero esa es otra historia). Si la universidad de Harvard es importante por sus investigaciones sobre el cáncer, también lo son las diferentes universidades españolas sin necesidad de bomba y platillo. Prueba de ello es que son numerosos los licenciados españoles que tienen éxito como investigadores en el extranjero.
La cuestión más inquietante de la universidad española es su enfermiza endogamia, y aquí es donde todas las jaculatorias y lamentos de los medios patrios acerca del cierre de fronteras de la academia americana hace que me entre la risa floja. Se escandalizan con toda su bilis “anti-racista” porque Trump no deja entrar a los extranjeros en las universidades de élite americanas, pero no dicen nada cuando los españoles que hemos cursado doctorados en esas mismas universidades de “prestigio” volvemos a España renunciando a nuestras plazas en el extranjero y no nos dejan ni presentarnos a un puesto de profesor universitario (ni tampoco a uno de secundaria sin cursar el MAES de un año, al margen de la experiencia que uno tenga). Tampoco dicen nada cuando investigadores españoles del máximo prestigio quieren volver a su país y son sistemáticamente burlados con trampas endogámicas en los concursos de oposición. Es la hipocresía elevada al cubo. España es de los pocos países europeos en los que para acceder a su hemofílica universidad uno tiene que homologar el título de doctorado y pasar por la esperpéntica ANECA. Por eso, noticias como esta de ayer de La voz de Galicia que asegura que “Trump pone en peligro los estudios de unos 14.000 españoles con sus trabas a los visados”, indignan. Pero lo hace aún más la hipocresía suicida de la entradilla, que asegura que “[e]n las altas esferas de la Unión Europea muchos ven en esta actitud una gran oportunidad para atraer talento”. Mejor sería cultivar primero el “talento” propio y después, si se considera oportuno, atraer el extranjero.
Es imposible saber qué pasará con la ofensiva de Trump a las universidades de élite. Por desgracia, lo normal sería que se quedase en nada. Pero es de gentes dementes acusar de anti-democrático o clasista el correctivo trumpiano a los centros de élite de los que él mismo proviene y que, seguro, conoce muy bien en su pervertida disfuncionalidad. Es cierto que el ataque trumpiano-vanceano a estas universidades se está haciendo también en nombre de una disparatada lucha contra el anti-semitismo que no tiene ni pies ni cabeza. Entre otras cosas, porque si se tratase de atajar protestas pro-Palestina (hacerlo no solo es anti-democrático, sino humanamente ruin) podrían ponerlo en práctica con el aplauso de los medios conservadores en universidades públicas de bajo perfil. Trump parece jugar siempre al Monopoly y decir una cosa para hacer la contraria, al estilo de su delirante propuesta de crear una ciudad de vacaciones en Gaza, lo que parece más una bravatada para deshacerse públicamente de las cadenas del lobby sionista que otra cosa. Las universidades de élite están dirigidas, igual que parte del estado profundo, por la élite sionista. No sería extraño que Trump, enemigo de injerencias y cada vez más hostil con Netanyahu, estuviese descabezando ciertos mandos sionistas, presentes además por lógicas de balanceo en su propia administración. Sea de un modo u otro, como alguien que pasó más de una década en los EEUU, yo celebraría que de una vez por todas algún gobierno americano acabase con el supremacismo de las universidades de élite y su tóxico “prestigio” mundial.
Sobre el autor
David Souto Alcalde es escritor y doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Nueva York (NYU). Ha sido profesor de cultura temprano moderna en varias universidades estadounidenses. Especializado en la historia del republicanismo y en las relaciones entre política, filosofía y literatura, en los últimos años se ha centrado en explorar los fundamentos del autoritarismo contemporáneo: tecnocracia, poshumanismo y globalismo. Es colaborador habitual de distintos medios y miembro fundador de Brownstone España.
Muy interesante oír otras opiniones argumentadas. Una pena la desinformación a la que hemos llegado con los medios del sistema.
Buenísimo!!! Lo comparto inmediatamente!